lunes, 1 de noviembre de 2010

Bonzai

Mi misìón consistía en regar el bonzai de mi padre mientras el estaba fuera de la ciudad. Debía hacerlo cada tres días, de preferencia, creí o quise entender, al atardecer o por la noche. Asi que pasé los primeros dos días haciendo mis quehaceres habituales: trabajar, estresarme, andar apurado, estar en la nebulosa y tratar por todos los medios de hacer un poco más feliz a mi ya feliz Liz. Es así que llegó el tercer día. Liz tuvo que marcharse a trabajar temprano (ese día habíamos despertado en casa de mi padre), asi que me levanté con ella y la despedí en la puerta del garage. Además de ser feriado se trataba entonces de la temprana mañana gris de un frio día. Tras irse ella entré de nuevo a la casa y sentí de pronto el frío atacándome los huesos. Entré al despacho y miré el bonzai que estaba sobre el escritorio, verde y pequeño, frágil y pétreo a la vez, vivo y muerto. Era muy temprano asi que descarté la idea de regarlo en ese momento. Me puse a usar la computadora escuchando la mañana poco a poco llenándose de ruidos. Miraba el bonzai por momentos. Además de aquél había otro bonzai más pequeño, en una maceta redonda, al que también debía proveer de agua con la técnica que mi padre había recomendado. Llegó el final de la mañana y con ella el reencuentro con Liz para irnos a visitar a ma Marina junto con sus hermanas. Compramos flores y se las llevamos. El día prosiguió luego con su lento curso de feriado durante la tarde en que nos dedicamos a otros menesteres. Finalmente, avanzada la tarde, volvimos a casa de mi padre. Liz se quedó dormida y tras contemplar el plácido gesto de su angelical rostro durmiente me dispuse a cumplir la misión. Era la primera etapa. La primera sesión de riego que debería repetir después cada tres días.

Cogí el primer bonzai. Lo sujeté por debajo de la maceta, que era rectangular y negra, de poco más de  veinte centímetros de largo, por catorce de ancho y unos seis de alto. Era suave como la mayólica y fría al tacto. El pequeño árbol se erguía desde la cima del montículo de tierra alfombrada que le daba sostén y no sobrepasaba los cuarentitantos centímetros de alto. Era esbelto y frondoso. El tronco principal emitía inmediatamente ramajes gruesos que se elevavan para dividirse en otras ramas notoriamente más delgadas. Todas las ramas seguían la misma dirección que los primeros ramajes, sin alejarse más de lo necesario de éstos. El conjunto de ramas se mantenía cercano al tronco principal mientras ascendía. En un punto determinado el tronco principal perdía su grosor y emitía un último ramo principal, antes de extinguirse. Podía decirse que este último ramo era el que conformaba la cima del árbol y del que aparecían las ramas más altas, aquellas que conformaban la copa. Yo pensé en la familia, en el tiempo y en mi padre, en el futuro también. El tronco parecía inquebrantable y tuve la idea de que las ramas de los troncos eran la proyección genealógica de las semillas, alejàndose siempre del suelo, para algún día llegar a surcar el aire en picada, antes de su última danza al viento, momento previo a aquel en que una fuerza de la naturaleza las desprendiera y las regresase al suelo, para empezar de nuevo.

En el baño del despacho abrí la llave del grifo y dejé correr el agua hasta llenar el lavabo hasta el nivel del rebosadero. Por el pequeño agujero el agua empezó a escapar y cerré la llave antes de sumergir con cuidado la maceta con el bonzai.  Me senté en el borde del excusado y contemplé la escena. El agua ingresaba rápidamente en la tierra mientras el oxígeno escapaba en burbujas hacia la superficie. Era un sonido casi imperceptible el de las burbujas reventando al alcanzar la superficie del agua. "Cuando dejen de salir burbujas ya lo sacas" me había indicado mi padre. Así lo haría. Así habría de hacerlo. Así hube de haberlo hecho. Y así lo hice. Pero hubiera deseado que ese sonido durase un poco más, pues aunque era muy tenue invocaba potentemente a la introversión, a la contemplación del interior y de la existencia. Aunque no quise anteponer mi humano egoísmo al bienestar de aquel ser mudo pero vivo. Temí ahogarlo. Apenas dejaron de salir las burbujas lo miré un segundo más y lo saqué del fondo del agua empozada. Ya afuera contemplé de cerca aquella tierra que parecía alfombrada con el oscuro verde del musgo que la cubría. Quise tocarla y me detuvo por un instante el sonido del aire escapando aún de las burbujas que todavía reventaban internamente. No pensé en la tensión superficial de una burbuja en ese momento. Pero si pensé en las alas de una mariposa cuando toqué el musgo. Casi no tuve tiempo de darme cuenta que recordé a la primera mariposa que toqué en mi vida, de cuyas anaranjadas alas se desprendié una especie de delicado polvo que quedó en mis dedos, antes de dejarla volar en un jardín de Dachsteinstrasse, una soleada mañana. De ese recuerdo me percaté después. De inmediato había quedado concentrado en la sensación que brindaba el contacto con el recién empapado musgo. Era muy suave y terso a la vez, como un terciopelo. Al tocarlo con la punta del dedo era suave. Al hundir la punta del dedo levemente era blando y húmedo. Al deslizar delicadamente la yema del dedo, por apenas dos o tres milímetros, era terso. Creí, entre otras cosas, haber descubierto la tenue diferencia entre la suavidad y la tersura, habiendo quizás caído en el error de pensar que la tersura, en contraposición a la suavidad, guardaba aún algún último resquicio de lo que podría bastar para considerarse como parte de la aspereza; quizás de una aspereza que habría logrado la máxima suavidad que era capaz de lograr. Una aspereza que, con amor, pudiera  entenderse no sólo como la casi suavidad, sino quizás como la suavidad total, la suavidad misma, y, con todo derecho, la suavidad por excelencia, y de ahi, a la belleza, sólo hay un paso, que consiste en mirar y contemplar con emoción y afectación sentimental, siendo conmovido por el susurro de la felicidad. ¿Pudiera ser que ésta estuviera en el fondo de una maceta? ¿Y que la maceta fuera uno? ¿U otra persona? ¿Y que estos sonidos de burbujas reventando pudieran ser, voces, palabras, gestos? Podría ser... quizás. Todo dependería de estar dispuesto a escuchar el sonido de las burbujas reventando.

Coloqué el bonzai sobre el piso de la regadera. Dejé que escurriera el agua que había llenado el interior de la maceta por unos veinte minutos. Repetí el mismo procedimiento con el bonzai pequeño. Aunque la maceta de este no tenía un agujero por debajo que permitiera la evacuación posterior de agua. Asi que lo dejé al poco rato al lado de la ventana, junto al bonzai grande.

2 comentarios:

Aioria90 Germán Cappio dijo...

Muy lindo realato
Banzai!

CCB dijo...

Me gustó mucho!! No se me hubiera ocurrido, pero claro las ramitas del bonsai simbolizan la familia de alguna forma y como esta va creciendo alejandose un poco a veces pero siempre unidos de una manera inquebrantable. te quiero mucho!!