domingo, 25 de octubre de 2009

Desde la mesa

Limpié meticulosamente el vidrio de la mesa. No todo el vidrio. Sólo la mitad proximal de él. Empecé por limpiar la parte en donde había estado mi vaso, el cual había contenido un jugo de maracuyá al estilo frozen. Ya me había tomado el jugo y sólo quedaba un pedazo de hielo dentro de él cuando el mozo vino y se lo llevó. Quedaban pequeños acúmulos de agua en la mesa, en ese lugar. Entonces empecé por limpiar la parte del vidrio sobre la cual había estado el vaso. Luego proseguí con mi sencilla labor abarcando el resto del vidrio, en un radio que se extendía hasta donde llegaban mis brazos extendidos desde el centro de mi silencio. El pedazo de vidrio mojado era pequeño pero al intentar limpiarlo con un papel servilleta triangular, este quedó empapado, embebido, inútil para seguir sirviendo a mi propósito. Tomé unos cinco o seis papeles servilleta del dispensador que se hallaba al centro de la mesa (el cual me incomodaba tenuemente pues alteraba geométricamente la paz de mis pensamientos). Usé todos esos papeles servilleta para de nuevo intentar secar el vidrio, el cual se habia mojado más extensamente tras el primer infructuoso intento. Esa vez lo conseguí con satisfacción pequeña y secreta. Limpié así todo el glass con éxito. Recordé a mi abuelo sentado a su mesa en Chiclayo. Cada noche, durante la sobremesa, en aquellas reuniones familiares de antaño, lo había visto limpiar las migajas de pan sobre la porción de mesa inmediatamente próxima a él. No limpiaba toda la mesa. Solamente su parte. Arrojaba las migajas al suelo, hacia los lados. La abuela murmuraba acerca de cómo era esa su costumbre. O quizas lo murmuraba mi tía, alguna de ellas. Yo sentía que aquello era una costumbre cuyo origen estaba seguro perdido en el tiempo y cualquier intento de entenderla a partir de una explicación de mi propio abuelo terminaría por arruinar el encanto del pequeño misterio aquél. En fin. No era que yo hubiera copiado la costumbre. Simplemente lo hacía por una razón subconsciente y cuando las primeras personas de la familia lo advirtieron en mi comenzaron a decirme: - Igual que su abuelo.
No sé si lo hacía por las mismas razones. No creo que el tuviera razones especialmente interesantes. Yo tampoco creía que las mias lo fueran. Pero al terminar de hacerlo sentía que no había ya aristas en la mesa. No podía haberlas (excepto las visibles sólo microscópicamente). No había ya migajas ni charquitos de agua procedentes de vasos conteniendo líquidos helados o cafe o jugos derramados. Había ergo homogeneidad visual y táctil. Había silencio estético e inmovilidad en los detectores de mi mente que se alteraban ante la menor arista y saltaban como en un voltímetro apenas miraba una disrupción en la continuidad de mi paz interior. Mi paz interior dependia de mi silencio interior y en algunas oportunidades un pequeño punto en la mesa podía causarme incomodidad. ¿Serían todos asi? ¿O sólo yo? Quería esa inmovilidad en mis detectores. Quería ese silencio interior y ese silencio visual. Que no hubiera nada sobre la mesa. absolutamente nada que pudiera alterar la superficie lisa del vidrio.

2 comentarios:

Aioria90 Germán Cappio dijo...

algo fresco. Primero comento, después lo leo y vulelvo a comentar ;)

Aioria90 Germán Cappio dijo...

Un capo el abuelo. Que bueno que encuentres paz al limpiar la mesa. No lo dejes de hacer!