miércoles, 31 de diciembre de 2008

kemoli suave



A veces ya me duele la mano derecha, la parte del carpo en especial, de tanto empuñar el lapicero con fuerza constante cuando remarco las letras (es decir, cuando vuelvo a escribir las mimas letras sobre sus perturbantes, tenues y delgadas predecesoras) en aquellas oportunidades en que me descubro obsesivo compulsivo. Variopinto abanico de neurosis desordenadas me asaltan y reflexiono acerca de hasta qué punto me acerco o traspaso la línea y me alejo del extremo de la normalidad. No soy capaz de no borrar una línea imperfecta; ha de ser recta, tanto como logre trazarla ( sin recurrir a una regla, desde luego). Un beso se recibe al darlo. Armonía y contraste producen belleza. Remolinos de pensamientos. Las matemáticas. La simetría, aburrida, hermosa, fundamental; aunque el arte crezca mejor en la tierra, en el desorden, en la asimetría que irrumpe en el orden y se vuelve finalmente arte mucho más hermoso. Un pelo delgado y corto, casi invisible, que yo halle solitario en algún lugar de la superficie de mi cuerpo, quizas en la cara interna del brazo, tendrá, indefectiblemente, sus segundos contados. Pero ha de arrancarse de raíz y sin romperse, o de lo contrario nada ni nadie me librará de la ínfima pero ineludible y felizmente corta angustia a la que ello conllevaría. Las puntas de las hojas de un libro dobladas, el hallazgo de un pelo de barba que escapó al filoso borde de la hoja de afeitar, los botones, las bolsas con miles de pequeñas cámaras llenas de aire para amortiguar los posibles impactos contra el objeto que contiene la bolsa, un trágico golpe en el paño del auto y la consecuente depresión de la carrocería a nivel de dicho paño, el pan uno tras otro, los cigarros uno tras otro, el sexo todos los días a cada breve descuido del tiempo, los besos que empiezan en los labios de arriba y no hay cómo evitar que terminen en los labios de abajo, las copas, las copas, las copas con vino tinto, los vasos con licores predilectos: whiskey tras whiskey tras whiskey, y con ellos de nuevo los cigarros y el sexo, la búsqueda de sólo un tipo específico de interlocutores, una especie que escasea, un mar profundo en el ser de pocos seres, el mar, los seres, los seres, todos con sus temas valiosos, todos con sus mares o desiertos, el frenesí de conducir para llegar a la hora, el cálculo del tiempo, la programación milimétrica y detallista, la impotencia ante las negligencias en el modo de conducir vehículos motorizados por parte de los otros conductores, la mayoría, afectando el orden. No sé cuánto tiempo más podría haber ocupado en enumerar más y más ejemplos; sin parar, sin sentir la mano quemándose en los fieles músculos que sufren, sin flaquear, el ritmo del escritor violento, del capitán del lapicero, que se hunde con su nave de garabateo hasta el fondo del hueco en el papel inundado de sangre tipo faber castell o pelikan o algun tipo menos conocido por los ricos. ¿Hay tan si quiera motivo alguno - ¡Uno! ¡Uno! - para escribir acerca de todo esto que causa una herida surcocortante imborrable en la piel suavecita y blanca, nunca tocada, nunca golpeada, nunca acariciada con ardor prosaico en las zonas erógenas de las líneas horizontales de nacimiento de la pobre, infeliz, desdichada hoja de papel que nunca conoció el amor de la poesía, la pasión de la narrativa erótica, la emoción de la saga aventurera ni mucho menos la profundidad de la temática tatuada por ensayos de metafísicos, filósofos y verduleros garabateadores de michis, tres en rayas, ahorcados y dibujantes de figuritas churriguerescas mientras hablan por telefono? ¿Hay? ¡Dígase! ¿Lo hay? ¿Es que hay por lo menos algún motivo significante que justifique el escribir acerca de todo esto y que pueda esgrimirse como argumento válido para disipar con propiedad cualquier eventual duda al respecto, que pudiese surgir por parto natural de la mente invadida por la extrañeza y la anonadación que podría experimentar algún lector casual que se haya visto inmerso en el sinsentido de esta burda escritura? Lector que bien podría ser arrastrado por el Maelström de este panfleto ordinario sin recuperar nunca más el tiempo invertido y perdido en él. Muerte voceándosele por la más insulsa inspiración en cada letra de cada palabra que puede ser discriminada y sindicada como portadora contagiosa de pordiosería etimológica y contextual, pero irremediablemente real, innegablemente existente, tan presente e irreprochable como texto inevitable, sin objeción alguna que logre hacerlo tambalear en su firme sedestación. Aunque le pese a quién guste declarar que, sí, le pesa, le jode, le parece una completa y total piedra.

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