domingo, 18 de enero de 2009

Lo merecido

Una vez encontré en el patio del colegio, a eso de los doce años de edad quizás, que percibía un misterioso bullicio detectable confundido en el bullicio general de aquella loza estudiantil humboldtiana... la que da hacia la avenida Benavides y que posee una enorme esfera de cemento móvil, sostenida sobre dos pies de granito, y que nunca supe para qué servía... algo me instaba a pensar que se trataba de un observador de estrellas pero probablemente eso era solo mi ignorancia y mi ilusion mezcladas.
Fui a mirar por ahí en busca del origen de aquel pequeño bullicio, ese lejano y al parecer importante y oculto estruendo... como si supiera que algo estaba pasando. No era que yo fuera curioso en demasía, ni que no lo fuera en la medida de lo normal tampoco; tan sólo esto era diferente; yo debía caminar porque algo me lo decía por dentro.
Caminé hacia la esquina más lejana del patio hasta llegar a ver detrás de un macetero que se ubicaba ahi, tal y como en cada esquina del patio. Estos maceteros eran inmensos, de varios metros de diámetro, redondeados o con formas arriñonadas, y contenían por lo general dos o tres grandes árboles y varias pencas o plantas de hojas grandes; eran tan grandes que bien podían esconder detras suyo a una pequeña muchedumbre, quizas a una veintena de niños en reunión secreta o a un pelotón de mozalbetes a punto de cometer una fechoría en contra del ornato escolar. En fin. En este caso yo encontré a unos cinco chicos molestando a uno más pequeño que ellos. Lo empujaban de un lado a otro y se burlaban de él. El era evidentemente menor que ellos, más pequeño, más débil, y estaba solo; tenía una mirada de miedo y de no saber qué hacer. Estaba atrapado detrás del macetero, flanqueado por sus dos únicas posibles rutas de escape por los cinco bravucones y oculto de la vista de cualquier posible profesor salvador que anduviera por ahi rondando, velando por la paz y el buen comportamiento de los chicos humboldtianos de ese patio. Simplemente no podrían haberlo visto detras de la sombra de los árboles de ese macetero, de esa trampa para ratones, en la cual él era la presa y el árbol era un sexto cómplice ocultando a sus agresores de las fuerzas del orden interno.
Lo empujaban. Yo miraba. Lo empujaban más y se burlaban. Yo miraba. Tres segundos. Diez segundos. ¿Me voy? A cada lado lo siguieron empujando esos chicos envalentonados. Yo no los conocía. Esos cinco eran poco menores que yo quizás pero uno era bastante más fuerte que yo evidentemente... o eso pensé. Pero en fin; no tenía yo nada que ver en ese asunto. Pero por otro lado si tenía que ver conmigo todo eso. Ese niño era yo, aunque no sabía su nombre. Ese niño era mis hermanos y mis primos aunque no sabía de qué clase o sección era. Ese niño tenía miedo y alguien debía ayudarlo. En mi ignorancia de por ese entonces ese alguien que lo ayude debía ser alguien que lo conociera, según yo, pero yo no lo conocía. Sólo reconocí algo que se llama abuso de poder, algo que se apellida injusticia, algo que se quema en mis entrañas cuando lo observo y me hace querer orinar mi consternación y poner en su lugar a algún abusivo. Pero en este caso era la primera vez sentía eso y además eran cinco abusivos, claro, algo más escuetos que yo pero cinco al fin y al cabo, y el quinto era más grande aún. Por eso, tras sacar una serie de rapidísimos cálculos matemáticos y de obtener unas breves y apuradas conclusiones sobre estrategia opté por hacer lo único que un "gran" estratega puede hacer (creí yo) en tales circunstancias: me suicidé con un proverbial "a la mierda" espiritual (ya dominaba la expresión desde los tiernos ocho años creo) y fui a defender al niño desconocido mientras sentía que algo me palpitaba en el pecho y no era el corazón.
Empujé de frente al más grande. No tenía argumentos pensados pero sorprendí a todos y nadie reaccionó; nadie me conocía. Le increpé al más grande que era un abusivo le pregunté que por qué debía molestar a ese niño en lugar de a mi. El pequeño me miraba desconcertado. Yo miraba exaltado. El grande miraba incrédulo... se quedó callado. Los otros también. Luego enardecido quiso golpearme pero por alguna razón mi brazo resultó ser más fuerte de lo que él y yo pensábamos. Torcí el suyo hasta volverlo de espaldas a mi y lo empujé hacia el piso. Quedó humillado. Los demás se fueron. El más grande me miró con odio. Me lanzó esa mirada que usan los impotentes cuando se ahogan en sed y ansia de venganza pero la saben aún solo una posibilidad mediata. Me pareció todo extraño. El niño pequeño me miró y me dijo "gracias..." y no sé qué breves palabras más antes de marcharse corriendo con sus pantalones cortos y sus tirantes, su camisa blanca y su insignia, todo en su sitio. Sentí que había hecho algo extraño, algo que me traería problemas, algo que definitivamente era lo correcto y que me hacía sentir bien... algo que no terminaría ahí... aunque no me importaba, porque algo me decía que aquello no era ajeno a mi.
A la otra semana, en el mismo sitio donde ayudé al niño, cuando ya casi había olvidado el suceso, fui acorralado por el mismo niño grande y su hermano mayor. Tan mayor que lo vi y tan mayores que vi a sus varios amigos, todos por al menos dos o tres años y mucho más grandes que yo, que supe de inmediato que no escaparía y que no debía correr aunque pudiera, y supe también que no debía bajar la mirada nunca. Antes de ser golpeado recuerdo que el que me miró antes con impotencia y clamor por venganza urgente me observó esta vez triunfal y con desdén, como desde un lugar seguro y alto, inalcanzable, desde donde el espectáculo le acariciaba el rencor. Yo no sé por qué pero casi no miré a los mayores; no me importaban, ya sabía a qué venían. Sólo lo miré a él y le sonreí antes de recibir lo que me había ganado: muchos golpes y mucha seguridad sobre que siempre estaría del lado del débil sin importar su nombre, mientras la causa fuera algo que me palpitara en el pecho. Al instante el hermano del grande se cansó de mi cara de reflexivo de seguro y me molió a golpes. No requería a sus compinches pero todos me golpearon creo cuando estaba en el suelo. Los golpes no me dolieron en el alma, sólo en el cuerpo, y lo que me palpitaba en el pecho... era la pasión de mi alma. Eso nunca me abandonó. Al final me fui caminando.

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